Uno de los más dulces recuerdos de la niñez es la cajeta, un sabor que nunca olvidamos y que, ya como adultos, recordamos untada en pan blanco; en una cuchara, extraída directamente del frasco o de cajetes de madera; en postres como los helados, y que hoy aún disfrutamos en dulces, café capuchino, churros, pasteles, etc.
La cajeta, cuyo nombre original era “dulce de cajete de Tejamanil”, ya que se vendía en cilindros de madera llamados cajetes, fue declarada en 2010 “el postre bicentenario mexicano”, por su historia, origen y tradición.
Este dulce data de la época virreinal. Si bien en la Nueva España ya se elaboraban dulces de leche, en la región del Bajío y en la antigua “Villa de nuestra Señora de la Asunción de Zelaya”, se usaba lácteo de cabra, disponible gracias a su adaptación y proliferación, a diferencia de las vacas. Eso dio como resultado lo que con el tiempo se conoció como “cajeta”.
Tradicionalmente, se elabora con leche de caprino, azúcar, esencia de vainilla, canela y bicarbonato. Los ingredientes se hierven a fuego lento en un recipiente de cobre o de acero inoxidable por varias horas, se mezclan constantemente con una cuchara grande de madera hasta tener una consistencia espesa de color café. Cuando se comienza a ver el fondo del depósito, se retira de la lumbre y se deja enfriar.
Hoy la cajeta mexicana se exporta a muchas partes del mundo. En 2017 se vendieron al exterior 775 toneladas, lo que generó divisas por 2 millones 97 mil dólares.
Nosotros la tenemos a la mano. Su consumo regular ayuda a endulzar el alma y la vida.