Hay olores, sabores y colores que invariablemente remiten a la niñez, a las tardes en las que las abuelas se sentaban a tejer mientras se tomaban una copita –así, en diminutivo– de rompope, espesa bebida de color amarillo que también aparecía en primer plano en la cena de Nochebuena o bebían los adultos como “digestivo” luego del almuerzo una tarde cualquiera.
Sin duda, la del rompope es una imagen que asociamos con la cena navideña, gelatinas, pasteles, nieves y esquimos (malteadas). Seguramente fue la primera bebida con contenido alcohólico que probaron muchos niños.
Su origen es conventual, como muchos guisos que contribuyeron a dar forma al mestizaje culinario que caracteriza a la gastronomía mexicana. Debe su color a que uno de sus ingredientes son yemas de huevo, combinadas con vainilla, almendra molida, leche azúcar, fécula de maíz y licor. Fue creado, al parecer, durante el Virreinato en el convento de Santa Clara, en Puebla.
Parada obligatoria
La ciudad fundada en 1531 como Puebla de los Ángeles, hoy Puebla de Zaragoza, se convirtió en baluarte de la evangelización luego de que el 1524 llegaron frailes franciscanos para impartir educación y evangelizar. Una de sus primeras acciones fue fundar conventos.
Puebla era lugar de descanso para quienes viajaban entre la Ciudad de México y Veracruz. Se presume que fueron esos viajeros, atendidos por las monjas clarisas, expertas en alojar a personajes poderosos, quienes probaron los mejores platillos y bebidas, incluido el rompope.
En principio, los conventos comenzaron a producirlo, pero luego aparecieron diversas marcas. Una de éstas nos recuerda hasta hoy el origen de la popular bebida.
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