El cuscús es mucho más que un simple acompañamiento: es un símbolo culinario profundamente arraigado en la cultura del norte de África y del Mediterráneo. Su origen se remonta a pueblos bereberes del Magreb, donde era preparado a mano por generaciones de mujeres como parte de una herencia cultural transmitida de forma oral y comunitaria.
Hecho a partir de sémola de trigo duro, el cuscús tradicional se cocina al vapor en un utensilio llamado cuscusera, lo que da como resultado una textura ligera, aireada y granulada. Aunque en la actualidad existen versiones precocidas que facilitan su preparación, la esencia de este platillo sigue siendo la misma: una base versátil que puede absorber los sabores de estofados, vegetales, caldos especiados o proteínas.
En cuanto a sus variantes, el más conocido es el cuscús magrebí, pequeño y de cocción rápida, pero también existe el maftoul palestino —más grande, hecho a mano con bulgur— y el cuscús israelí o ptitim, con forma esférica, que recuerda a la pasta. Cada tipo tiene características propias que se adaptan a diferentes técnicas y recetas.
El cuscús es protagonista en platillos icónicos como el cuscús royal con cordero, garbanzos y verduras; o como base para ensaladas frías con hierbas frescas, frutos secos y toques cítricos. También se ha reinterpretado en cocinas contemporáneas, usándose con mariscos, setas o mezclado con legumbres para crear platillos vegetarianos balanceados.
Más allá de su valor nutricional y su facilidad de preparación, el cuscús representa una forma de cocinar que abraza la convivencia, el ritmo pausado y el compartir. En cada grano hay historia, identidad y una forma de entender la comida como acto colectivo.