El amaranto ha acompañado a México desde tiempos prehispánicos. Para las culturas mesoamericanas era un alimento sagrado, símbolo de fuerza y resistencia, utilizado en ceremonias y en la vida cotidiana. Su valor nutricional ya era evidente entonces: proteína vegetal de alta calidad, fibra, minerales y una versatilidad que permitía convertirlo en masa, bebida o dulce.
Hoy, el amaranto resurge como uno de los súper granos más valorados del mundo. Su cultivo se mantiene en regiones como Puebla, Tlaxcala y la Ciudad de México, donde comunidades enteras continúan tostándolo, explotándolo y mezclándolo con miel o piloncillo para crear alegrías y barras tradicionales.
Más allá de lo dulce, el amaranto ha encontrado lugar en la cocina contemporánea. Puede usarse en panes, empanizados, sopas, granolas, bebidas e incluso como sustituto de cereales procesados. Su sabor ligeramente tostado y su textura crujiente lo hacen ideal tanto para recetas saladas como para postres modernos.
El interés global en este grano tiene fundamentos claros: es nutritivo, accesible, se adapta a suelos pobres y requiere menos agua que otros cultivos. Esta combinación ha hecho que investigadores y chefs lo consideren un alimento con potencial para enfrentar retos alimentarios futuros.
El amaranto no es una moda: es un regreso. Un recordatorio de que los ingredientes ancestrales mexicanos no solo tienen historia, sino también un lugar en la mesa del mañana.
